17/1/14

Capítulo uno


Como todas las mañanas salía de casa para ir al instituto. Recuerdo perfectamente aquel día como si fuese hoy. Me había retrasado por culpa del despertador y llegaba tarde, entonces prácticamente no atendía a lo que sucedía a mi alrededor. Cuando me disponía a cruzar la calle el semáforo parpadeaba indicando que se iba a poner rojo, aún así comencé a atravesar la calzada. De repente tropecé por culpa de los cordones de mis zapatos y caí de bruces. Me llevé un fuerte golpe en la cabeza y esta me daba vueltas. Mientras intentaba levantarme oí unas voces. Debido a mi aturdimiento no conseguía averiguar lo que decían. Entonces me giré... pero ya era demasiado tarde. En los siguientes minutos lo único que sentí fue el vacío, un sólido y agobiador vacío que me provocaba miedo, sí, miedo, porque no era consciente de lo que me ocurría. Y así como así, los latidos de mi corazón se fueron ralentizando. Mi vida se fue apagando poco a poco y no era capaz de aferrarme a ella. Dejé de ver, de oír, de sentir. Ya estaba muerta.


Me desperté en mi cama sobresaltada. Había tenido un sueño muy raro y espantoso. Me desperecé y al frotarme los ojos para aclarar la vista me llevé un buen susto. Delante de mí, a los pies de mi cama, se encontraban dos personas, pero lo más irreal era que se trataban de mis abuelos, y ellos ya estaban muertos hace mucho, mucho tiempo.

Retrocedí todo lo que pude, mi corazón me golpeaba fuertemente contra el pecho... (¡Espera, no. No sentía mi corazón!)      

– ¿Qué es-estáis haciendo aquí? – logré tartamudear. Ellos suspiraron y se miraron el uno al otro.

–Cuéntaselo tú – dijo mi abuela. Hubo un momento de silencio en el que ninguno de los dos se decidía. Finalmente, mi abuelo se sentó en el borde de mi cama, lo más lejos posible de mí, cosa que agradecí.

– Cariño, es difícil de entender, ¿vale? Pero la vida te traiciona y a veces pasa lo que pasa, ¿entiendes?

– No – dije más firmemente – Estoy soñando, seguro que sí. Vosotros... vosotros estáis muertos y yo...

– También – añadió mi abuelo tristemente. Me miró con cara de pena. Me llevé las manos a la cabeza, entonces una ola de recuerdos se me vino encima. El coche sobre mí, yo tendida en la calle, los gritos de los peatones... Así que no era un sueño, estaba muerta de verdad.

– ¿Y qué hago yo aquí? – pregunté exasperada – ¿Qué hago aquí? – grité frustrada al no obtener respuesta.

– Te trajimos nosotros Aida. – dijo dulcemente mi abuela. Era la primera vez en años que no oía mi nombre salir de su boca. Comencé a llorar y a temblar. Me encontraba en mi propia casa, pero me parecía el lugar más lejano y hostil que hubiera conocido en mi corta vida. Mis hombros subían y bajaban al compás de mis sollozos. Mis abuelos Ricardo y Adela me observaban compadecidos. Adela se acercó a mí y me acarició el brazo con ternura.

– Tranquila, te acostumbrarás. – pero a pesar de sus buenas intenciones no pude aguantar más.

– ¡No! – grité – Nunca lo haré, ¿no ves que tan solo tengo quince años? ¡Quince! – remarqué. – Toda una vida por delante y ahora... ¿qué? ¿Esperar a que venga el Espíritu Santo?

– Verás, los fantasmas nos dedicamos a vagar por ahí. Hay muchos más de los que te imaginas. Y nos relacionamos entre nosotros, incluso hacemos amigos. No es la vida que esperabas, pero... algo te lo compensa. – me explicó mi abuelo.

 – ¿En serio? – musité secamente.

Un ruido proveniente de la entrada nos sobresaltó a todos. La voz de mi madre inundó nuestra casa, llenando el silencio. Estaba hablando por teléfono con alguien. Un terrible sentimiento me ahogó por completo, había abandonado a mi familia, lo había dejado todo. Los pasos de mi madre se acercaban a mi habitación. Iba arrastrando los pies y sollozaba, igual que yo antes. Cogí el cojín que reposaba en mi cama y me abracé a él con tal fuerza que me hice daño. Escondí la cara en él. No quería ver a mi madre en ese estado. Pude oír que los pasos se paraban delante de mi cuarto. Ella ya había colgado, pero seguía murmurando cosas ininteligibles. De repente, alzó la voz.

– ¡Aida! – dijo mi nombre con un deje de desesperación. No quería mirarla. No ahora, después de haber muerto. No. – Mi hija, mi Aida. – volvió a hablar mi madre. Entonces me hice de valor y levanté la cabeza. Me encontré con mi madre, pero parecía otra persona. Sus ojos estaban hinchados de llorar tanto, su sedoso pelo era una maraña enredada, temblaba, no sé si de frío o de angustia. Lo que más me impresionó fue que su mirada se clavaba en la mía, sus ojos eran suplicantes.

– Mamá. – murmuré. Ella dio un respingo y se levantó aturdida. Miró a su alrededor como buscando a alguien, a algo... – Mamá – repetí en voz alta. – Mi madre se giró hacia mí rápidamente. Estaba asustada, y yo también. Me acababa de escuchar.

– Dios mío. ¿Por qué? – dijo mi madre entre sollozos – ¿Por qué a mi hija? ¿Por qué tuvo que morir? – dicho esto salió de mi habitación dando un portazo.

Mis abuelos, que habían presenciado la escena en todo momento, me miraban fijamente.

– ¿Qué pasa? – pregunté a media voz.

– Te... te ha oído. – mi abuela estaba consternada. En su mirada advertí un temor que no podía interpretar muy bien.

– No entiendo – dije lentamente.

– Adela, tenemos que llevarla ante el Consejo. – dijo severamente mi abuelo.

Mi abuela se limitó a asentir con la cabeza, y sin inmutarse ambos me cogieron y me llevaron consigo. Empecé a patalear, no quería irme, abandonar lo único que me quedaba en esta "vida". Pero ellos no me hicieron el más mínimo caso, además los fantasmas no necesitan seguir los caminos, con atravesar los muros y las paredes se conforman, cuando mis abuelos lo hicieron, me llevé un golpe en la cabeza y a continuación me desmayé.

Un murmullo de voces provenía de la sala de al lado. Me incorporé y sentí una presión en mis brazos y mis piernas. Bajé la cabeza y me encontré con unas cintas fuertemente apretadas sujetando mis extremidades. "¿Qué es esto?" Miré a mi alrededor. Me hallaba recostada en una dura y fría cama metálica. (No muy cómoda). La habitación en la que me encontraba era una sala de paredes blancas que contrastaban con el brillante y pulido parqué. Había unas máquinas alrededor de la camilla que emitían unos suaves pitidos. Intenté soltarme pero no pude. Quien me hubiera atado sabía perfectamente lo que hacía. Un espejo enfrente de mí me mostraba mi reflejo. Hasta ahora nunca me había dado cuenta del parecido que tenía con mi madre, su mismo pelo rojizo, su misma nariz, sus mismos ojos, sus mismos pómulos sonrojados. Suspiré. Los murmullos ya se habían apagado. Ahora el silencio invadía todo el espacio. Forcejeé para intentar liberarme pero fue en vano. Acabé agotada sin obtener lo que quería. Estaba atrapada en un lugar que desconocía.

De repente la puerta se abrió. Entraron dos personas en la sala, un hombre de avanzada edad y una mujer bastante joven. Tenían un aspecto muy parecido entre ellos, supuse que serían el padre y la hija. Se pararon delante de mí y sacaron una aguja. La aproximaron a uno de mis brazos con la intención de pincharme, pero grité.

- No pienso dejar que me toque ni un pelo. - solté furiosa. - ¿Dónde estoy? ¿Qué es esto?

La pareja no me hizo ni el más mínimo caso. Como estaba atada no pude impedir que me clavaran la aguja. Me sacaron sangre no sé con qué motivo y se fueron. El tiempo pasó muy despacio, o al menos eso me pareció a mí. En aquel sitio no había ni un solo reloj. Las horas pasaban lentamente y mi sensación de hambre aumentaba, aunque igual era impresión mía, se suponía que los fantasamas no comían, ¿no? Esa misma mañana me encontraba tranquilamente en mi casa, tenía una familia, un colegio adonde ir, unos amigos... e incluso mi gato Cherry estaba conmigo. Ahora... solo me quedaban mis abuelos, que por cierto desconocía su paradero. Gemí de angustia, de dolor. Dejé llevarme por la oscuridad, por el sueño. Los ojos se me cerraron y mi mente descansó. Me relajé y acto seguido me dormí.

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