¿Sabes? Nunca te he guardado rencor
por lo que me hiciste, sencillamente porque sabía que no eras tú el que te
comportabas así, claro está, no me di cuenta hasta más tarde.
El hecho de que se rían de mí ante
mis narices ya lo he superado, igual que cuando me señalan o que la gente
empiece a cuchichear en cuanto me ve. Todo eso lo he aprendido a ignorar con el
tiempo, mi fuero interno siempre quiso rebelarse contra todos aquellos que me
causaban daño, aún así, sabía controlarme y me di cuenta que no merece la pena
perder el control con gente que ni siquiera te aprecia lo más mínimo. Hasta que
apareciste tú.
Desde el primer momento te
convertiste en un tornado en mi vida. Todos los días te veía en el instituto,
en el parque, en el bar. Cada hora, cada día, cada semana que pasaba era todo
un sufrimiento para mí.
En Baileghost nunca llegaban turistas
ni viajeros desencaminados. Era un pueblo de cinco calles, solitario,
fantasmagórico… y allí apareciste el quince de septiembre en la clase, mojado y
chorreando. Llovía a cántaros y tú, inocente, en Baileghost sin paraguas.
Paseaste la mirada por la clase, tu oscuro y empapado cabello brillaba bajo los
fluorescentes, tus ojos escrutadores observaban cada detalle del aula y a cada
uno de nosotros y al posar tu mirada sobre mí un cosquilleo me recorrió de
arriba a abajo. Fue, como lo que se conoce, un amor a primera vista. Mientras,
el aburrido profesor de Historia te presentaba y fue cuando tu nombre, Darren,
quedó grabado para siempre en mi corazón.
Pero como yo, Jeane Shepard, siempre
fui el bicho raro y tú te convertiste en un chico guay por el simple hecho de
arrimarte a los guays, no encajábamos. Al principio pasabas olímpicamente de mí
y, solo en parte, me reconfortaba. ¿Que por qué? Porque todas las miradas
despectivas, las risas sarcásticas y los gestos de burla que recibía, ninguno
de ellos te pertenecía. Eso cambió cuando empezaste a salir con Charlotte. La
situación empeoró, Charlotte decía: “Jeane es una bruja, ni te acerques a
ella.” Y tú obedecías.
Comenzaste a mostrarte esquivo, mi
corazón temblaba de temor, ya que perdía la esperanza de una posible amistad
entre nosotros; de ira, por verte con Charlotte; y de tristeza, pues la
distancia que nos separaba más y más acabó transformándose en un profundo e
infranqueable abismo y al mismo tiempo, tú, inalcanzable para mí.
Pasaron dos semanas y la angustia me
reconcomía por dentro, no era capaz de seguir así, entonces decidí que necesitaba hablar contigo a solas.
No tenía nada pensado, tampoco sabía cómo reaccionarías y si te lo tomarías a
bien o a mal. Te pillé desprevenido y solo (sin Charlotte, Ryan o Samantha
rondando alrededor tuyo) en la pequeña y única biblioteca de Baileghost. Te
encontré con la mirada fija en un libro, lo devorabas con los ojos, pasabas
página y volvías a seguir las líneas una a una leyéndolas. Desde luego, te
encantaba aquella novela, o fingías hacer algo realmente serio. Me acerqué
sigilosamente, pero mi móvil comenzó a sonar y maldije por lo bajo. Mientras, tú
ya habías levantado la mirada y me descubriste allí plantada, de pie y sin
hacer nada. Frunciste el ceño y dijiste:
– ¿Vas a dejar que siga sonando? –
señaló el teléfono móvil.
– No, no. Ahora mismo cuelgo. –
respondí tartamudeando.
– Jeane Shepard, ¿no? – preguntaste
al mismo tiempo que cerrabas el libro.
No me podía creer que en ese instante
tu atención estuviese centrada en mí, solamente en mí. Era algo… extrañamente
agradable. Yo sabía que me conocías de sobra, pero supuse que no tenías nada
mejor que decir.
– Sí, la misma.
– No te quedes ahí. – arrastraste una
silla de la mesa contigua y me indicaste con la mano que me sentara.
Ahora sí que estaba confusa, ¿Darren
Nell entablando conversación con Jeane Shepard? Eso sí que era raro.
– Admito que no hemos empezado
con buen pie. – dijiste como si nada. Y aquello me enfureció un poco.
– Y tanto, la primera vez que me
dirigiste la palabra fue para decirme: “apártate de mi camino si no quieres que
te pise como a una sucia rata”.
Bajaste la vista, parecías avergonzado
y … arrepentido.
– No te puedo decir que lo olvides
porque no servirá de nada. Pero me gustaría empezar de nuevo contigo.
Mi impulso me llevó a contestarte,
aunque luego me arrepentí de ello pues estabas hablando conmigo y tú me
escuchabas. En mi vida, era
remotamente impensable.
– ¿Y qué hay de tu novia?
– ¿Charlotte? – asentí – Lo hemos
dejado.
Oír decirte eso me produjo una
sensación de total satisfacción y un aleteo de mariposillas en el estómago,
tengo que admitirlo.
– Pues supongo que… vaya. – No pude
murmurar un lo siento. No.
– Sé que no te importa lo más mínimo,
solo quería que lo supieras Jenny. Charlotte es tonta y estúp…
– ¿Cómo me acabas de llamar? – te
interrumpí.
– Jenny, espero que no te importe,
¿no?
Vacilé antes de responder.
– Lo siento, tengo que irme.
Me marché porque tenía miedo empezar
una amistad contigo y tener que dejarla, como tantas otras veces. Mi vida nunca
fue fácil. Iba de aquí para allá cambiando continuamente de casa, de ciudad, de
instituto. Ser huérfana y vivir con unos tíos “inestables”, pues mi tía vivía
sumida en una profunda depresión desde hacía años y mi tío era un borracho, no
resultaba nada sencillo. Había vivido en muchos sitios, había conocido a mucha
gente incluidos a unos amigos en Gales a los que tuve que dejar. Por todos los
lugares que pasé fui el bicho raro, el tema de conversación a la hora de hablar
de alguien. ¿Para qué intentar ser amiga tuya, e incluso algo más? Supongo que
nunca llegaste a entenderlo. Y no merecía la pena explicártelo. Pero tú no te
rendiste y comenzaste a formar, cada vez más, parte de mi vida.
Empezamos a ser amigos, nos reuníamos
en la biblioteca pública, el único sitio en el que podíamos estar tranquilos.
La idea era ayudarnos mutuamente en los estudios pero siempre acabábamos
riéndonos, hablando de muchas cosas, incluso criticando a tu exnovia. Lo pasaba
genial. Cogí confianza, me sentía a gusto contigo. Pronto me di cuenta de lo
equivocada que estaba, aislarme en mí misma era una pérdida de tiempo, conocer
a chicos como tú me sentaba muy bien, estupendamente.
Llegó el día que más temía. Ya
llevábamos tres meses instalados en Baileghost y aquello se estaba haciendo más
largo de lo normal. Esa mañana del veinticuatro de diciembre, en esa
Nochebuena, en esa víspera de Navidad precisamente, mis tíos me comunicaron que
debíamos marchar. Me enfadé con ellos, protesté todo lo que pude, me negué a
hacer las maletas. Fue todo en vano. No quise llamarte hasta la hora crítica,
no soportaría tus consuelos y tus ánimos. Sería más difícil todo si lo hacía.
Amaneció una Navidad preciosa y hasta
con cierto encanto. Hacía frío, mucho frío. Una capa de blanco cubría los
tejados de las casas, los jardines, las calles, el parque. Una imagen única,
bonita y memorable para un día triste. En ese mismo instante, mientras
observaba la calle a través de la ventana de mi habitación, te llamé. Quería
que la despedida no se alargara, pero tampoco era capaz de decirte un simple y
seco adiós y largarme para siempre. Llegaste pronto y con una sorpresa. En la
mano llevabas un pequeño regalo envuelto en papel de colores típicos navideños:
rojo y verde. Aquel detalle hizo que me saltaran las lágrimas, me emocioné y
más aún cuando lo abrí y descubrí un colgante de plata, brillante y pulido, en
forma de corazón con nuestros nombres grabados: Jeane y Darren. Todavía lo
llevo colgado al cuello. Fue lo más bonito que me pasó en toda mi vida, sin
duda alguna. Me tiré literalmente a tus brazos y tú, sorprendido, me
preguntaste:
– ¿Pero bueno, qué te pasa? Ya sabes
que puedes confiar en mí. – tu voz me reconfortó.
– Tengo… que decirte una cosa. Algo
importante. – y te lo conté todo. Lo mucho que odiaba tener que marcharme, que
aquello ya era habitual en mí y confesé que eras la única persona que había
conocido y se había preocupado por hacerme feliz. – Me duele dejarte, en serio. Y quiero que sepas que nunca
te olvidaré… y espero que tú tampoco.
– Jenny, eso jamás. – dijiste con
dulzura.
Y me besaste. Tus labios, dulces y
firmes, se posaron suavemente sobre los míos, al principio temblorosos. Una
cálida sensación me abrazó, tus manos se enredaron en mi cabello. Yo te
abrazaba con todas mis fuerzas, deseaba que no acabara nunca. Seguíamos
besándonos cuando comenzó a nevar. Unos frágiles copos cayeron sobe nosotros,
rodeándonos con su acogedor frío. Nos separamos lentamente, apoyé mi frente
contra la tuya y me cogiste la cara entre tus manos, obligándome así a mirarte
directamente a los ojos.
– Jeane Shepard, nunca te olvidaré.
Lo prometo.
Una lágrima asomó sigilosa y me surcó
la mejilla humedeciéndola. Cerré los ojos y respiré profundamente.
– Tengo que irme. – susurré. Tú
suspiraste.
– Estoy seguro que volveremos a
vernos. El destino no nos puede hacer esto, no nos puede separar para siempre.
Pero estabas equivocado. Te abracé
por última vez y entré en el coche, donde ya me esperaban mis tíos. Mi tío
aceleró y a través del cristal te vi alejándote cada vez más. Levantaste una
mano a modo de despedida. No pude callarme más y bajé la ventanilla, a pesar
del frío que entraba en el coche y las protestas de mis tíos.
– ¡Te quiero Darren, no dejaré de
hacerlo! ¡Nunca!
Mi visión se emborronó debido a mis
lágrimas y al frío. Giramos y te perdí de vista. Te perdí para siempre.
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