¡¿Cómo puede creerse la gente que la vida de una
actriz multimillonaria es un cuento?! Desde luego, será de todo, pero fácil,
no. Lo digo por propia experiencia… Un momento, ¿y si empiezo por el principio?
Mejor, ¿no?
Me llamo Laura Sánchez
(un nombrecito muy común), pero todos me conocen como City Queen. Para los que
no se enteraron (a estas alturas) de que el inglés es idioma internacional…
Reina de la Ciudad. Tengo ya unos veinte años (¡oh, no! Mayoría de edad:
superada. Próximamente: primeras arrugas permanentes en la piel). Y todo empezó
hace unos cuatro años…
Entonces yo era
Laura a secas. En los estudios iba más o menos tirando, en la vida social me
conformaba con mis amigas de siempre, sin necesidad de ser la más popular con
toda una multitud (¡qué digo! Todo un EJÉRCITO!) dorándome la píldora a todas
horas. Y en el tema de novios… Mejor me callo.
Lo que siempre se me
dio realmente bien, fue actuar. Nunca fui a clases de teatro, así que, ¿dónde
aprendí? Pues en el cine. Laaaargas horas sentada casi siempre, por no decir
siempre, en la misma butaca tragándome películas de todas las clases: terror,
cómicas, policíacas, intriga, aventuras románticas…
Mi vida se basaba en
eso: ir al instituto, comer, ir al cine, dormir. Hasta que un día, como
cualquier otro, llegaron dos tipos al colegio. Uno joven, de treinta y pocos,
el otro, rondando ya los cincuenta. Vinieron a proponernos a los chicos de
cuarto unas audiciones para una película que tenían previsto rodar dentro de
poco. Las “Maripilis”, como bauticé a las listas de turno, insoportables,
creídas, narcisistas, egocéntricas… se apuntaron enseguida. Claro que tenían ya
en mente la idea de convertirse en estrellas de Hollywood con chicos guapísimos
besándoles los pies.
Las ganas de presentarme
no faltaban, pero tenía miedo de hacer el ridículo. Participar en obras de
teatro no es lo mismo que protagonizar una película. Los días pasaban y el
director de cine (el cincuentón) y el productor (el treintañero), continuaban
haciendo sus castings. Cada vez quedaba menos y la única oportunidad que tenía
tan a mano, se iba a escapar. Y luego vendrían los remordimientos, porque esa
oportunidad dejaría una profunda huella en mi subconsciente.
¿Nunca habéis vivido
una situación en la que sentís que si no la aprovecháis, os estaréis lamentando
y arrepintiendo hasta el fin de vuestros días? ¿y seguís sin lanzaros, pero
llegar un tornado (no literalmente) y veis vuestra oportunidad tirada por la
borda?
Bueno, basta de
preguntas retóricas. El caso es que llegó ese “tornado” una mañana soleada, con
la intención de llevarse todo lo bueno por delante, para presentarse a la
prueba. Era La Última Mañana, la decisiva además. Ese mismo día emitirían el
veredicto y se conocerían los elegidos: una chica y un chico. ¿Que quién era?
La chica de piernas de vértigo, melena dorada al viento, tacones de aguja 20
cm, (sí, habéis leído bien), y para rematar, un top que ni siquiera se podría
llamar así, pues tapaba lo mínimo (así tenía a todos los chicos babeando por ella)
y una faldita con la misma cantidad de tela. Os a presento a la “Maripili”
número uno: Celia Richardson. O Celi para los amigos. Además, su apellido
inglés le da más… no sé cómo decirlo… más… sensualidad.
Si ella se
presentaba, estaba clarísimo quién iba a ser la afortunada. Buen aspecto físico
y buena actuación. ¡Oh, sí! Luces no tendría, pero para convencer a los
profesores de cualquier cosa, desde luego sí que había en ella un talento
innato. Y no hay que ser superdotada para saber que una cara (y el resto del
cuerpo) bonita junto con tanta capacidad de actuar (ser falsa, más bien), es lo
que buscan los directores de cine.
Esto se está
haciendo muy largo… En fin, que me presenté solo para no quedarme con el hecho
de ver cómo la escogían a ella sin haberlo intentado (y hay que reconocer que
también por celos). Y… ¡me salió estupendamente! Me eligieron con mucho gusto.
¡Sí! ¡Yo, la chica del nombre común, gané a la Richardson! Alabaron mi actuación y después de
varios papeleos, me convertí de la noche a la mañana en ¡actriz!
Tras rodar mi
primera película en Londres: “Las siete vidas de Carrie”, los británicos
tuvieron el gusto de empezar a llamarme City Queen, y como me gustó, pues
adopté ese sobrenombre. Las críticas fueron muy buenas y recibí peticiones de
muchos directores de cine para trabajar con ellos. El dinero no tardó en
llegar, seguido muy de cerca por la fama.
En el instituto
(para los que penséis que los actores no estudian, aquí tenéis la prueba) la
gente quiso acercarse a mí. Hay que ver lo que hace la fama… Gente que nunca se
había dignado en mirarme, chicos y chicas que pasaban de mí olímpicamente. Por
supuesto, rechacé a todos. En mi vida privada mis amigos seguían siendo los de
siempre. Los que estuvieron a mi lado en todo momento, y no debido a mi nueva
vida.
Al principio pensé
que después de convertirme en actriz, mi día a día sería más llevadero y
entretenido. Qué estúpida fui. Si antes mi rutina se basaba en acudir a clases,
comer, ir al cine, dormir; ahora es: ir al instituto, rodar, comer, rodar,
estudiar, rodar, rodar, rodar… y por último, sesión de cine. Claro que no me
iba a saltar mis continuas horas de ver películas. Eso es lo más sagrado de mi
día.
A todo este jaleo,
hay que añadir los viajes justificados para rodar en múltiples lugares,
saltándome así las clases. (Que luego, a mi pesar, tengo que recuperar con
trabajos extras y más estudios). Es muy divertido actuar en un desierto,
perdida entre dunas y rodeada de camellos, o conocer La India… ¡O Nueva York!
Pero volver a casa con quemaduras del sol, deshidratación, piel seca,
mordeduras de bichos (sin saber qué tipos de enfermedades pueden tener),
torceduras de tobillos por montarme en el caballo inadecuado, etc. ¿Seguís, en
serio, creyendo que la vida de una actriz multimillonaria es un cuento?
Entonces, estás muy equivocados. Deberíais conocer a City Queen…
Con esto acabo mi
entrevista. Cámaras… ¡Acción!
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