14/8/14

Cámaras... ¡Acción!



¡¿Cómo puede creerse la gente que la vida de una actriz multimillonaria es un cuento?! Desde luego, será de todo, pero fácil, no. Lo digo por propia experiencia… Un momento, ¿y si empiezo por el principio? Mejor, ¿no?

Me llamo Laura Sánchez (un nombrecito muy común), pero todos me conocen como City Queen. Para los que no se enteraron (a estas alturas) de que el inglés es idioma internacional… Reina de la Ciudad. Tengo ya unos veinte años (¡oh, no! Mayoría de edad: superada. Próximamente: primeras arrugas permanentes en la piel). Y todo empezó hace unos cuatro años…

Entonces yo era Laura a secas. En los estudios iba más o menos tirando, en la vida social me conformaba con mis amigas de siempre, sin necesidad de ser la más popular con toda una multitud (¡qué digo! Todo un EJÉRCITO!) dorándome la píldora a todas horas. Y en el tema de novios… Mejor me callo.

Lo que siempre se me dio realmente bien, fue actuar. Nunca fui a clases de teatro, así que, ¿dónde aprendí? Pues en el cine. Laaaargas horas sentada casi siempre, por no decir siempre, en la misma butaca tragándome películas de todas las clases: terror, cómicas, policíacas, intriga, aventuras románticas…

Mi vida se basaba en eso: ir al instituto, comer, ir al cine, dormir. Hasta que un día, como cualquier otro, llegaron dos tipos al colegio. Uno joven, de treinta y pocos, el otro, rondando ya los cincuenta. Vinieron a proponernos a los chicos de cuarto unas audiciones para una película que tenían previsto rodar dentro de poco. Las “Maripilis”, como bauticé a las listas de turno, insoportables, creídas, narcisistas, egocéntricas… se apuntaron enseguida. Claro que tenían ya en mente la idea de convertirse en estrellas de Hollywood con chicos guapísimos besándoles los pies.
Las ganas de presentarme no faltaban, pero tenía miedo de hacer el ridículo. Participar en obras de teatro no es lo mismo que protagonizar una película. Los días pasaban y el director de cine (el cincuentón) y el productor (el treintañero), continuaban haciendo sus castings. Cada vez quedaba menos y la única oportunidad que tenía tan a mano, se iba a escapar. Y luego vendrían los remordimientos, porque esa oportunidad dejaría una profunda huella en mi subconsciente.

¿Nunca habéis vivido una situación en la que sentís que si no la aprovecháis, os estaréis lamentando y arrepintiendo hasta el fin de vuestros días? ¿y seguís sin lanzaros, pero llegar un tornado (no literalmente) y veis vuestra oportunidad tirada por la borda?

Bueno, basta de preguntas retóricas. El caso es que llegó ese “tornado” una mañana soleada, con la intención de llevarse todo lo bueno por delante, para presentarse a la prueba. Era La Última Mañana, la decisiva además. Ese mismo día emitirían el veredicto y se conocerían los elegidos: una chica y un chico. ¿Que quién era? La chica de piernas de vértigo, melena dorada al viento, tacones de aguja 20 cm, (sí, habéis leído bien), y para rematar, un top que ni siquiera se podría llamar así, pues tapaba lo mínimo (así tenía a todos los chicos babeando por ella) y una faldita con la misma cantidad de tela. Os a presento a la “Maripili” número uno: Celia Richardson. O Celi para los amigos. Además, su apellido inglés le da más… no sé cómo decirlo… más… sensualidad.

Si ella se presentaba, estaba clarísimo quién iba a ser la afortunada. Buen aspecto físico y buena actuación. ¡Oh, sí! Luces no tendría, pero para convencer a los profesores de cualquier cosa, desde luego sí que había en ella un talento innato. Y no hay que ser superdotada para saber que una cara (y el resto del cuerpo) bonita junto con tanta capacidad de actuar (ser falsa, más bien), es lo que buscan los directores de cine.
Esto se está haciendo muy largo… En fin, que me presenté solo para no quedarme con el hecho de ver cómo la escogían a ella sin haberlo intentado (y hay que reconocer que también por celos). Y… ¡me salió estupendamente! Me eligieron con mucho gusto. ¡Sí! ¡Yo, la chica del nombre común, gané a la Richardson!  Alabaron mi actuación y después de varios papeleos, me convertí de la noche a la mañana en ¡actriz!

Tras rodar mi primera película en Londres: “Las siete vidas de Carrie”, los británicos tuvieron el gusto de empezar a llamarme City Queen, y como me gustó, pues adopté ese sobrenombre. Las críticas fueron muy buenas y recibí peticiones de muchos directores de cine para trabajar con ellos. El dinero no tardó en llegar, seguido muy de cerca por la fama.

En el instituto (para los que penséis que los actores no estudian, aquí tenéis la prueba) la gente quiso acercarse a mí. Hay que ver lo que hace la fama… Gente que nunca se había dignado en mirarme, chicos y chicas que pasaban de mí olímpicamente. Por supuesto, rechacé a todos. En mi vida privada mis amigos seguían siendo los de siempre. Los que estuvieron a mi lado en todo momento, y no debido a mi nueva vida.

Al principio pensé que después de convertirme en actriz, mi día a día sería más llevadero y entretenido. Qué estúpida fui. Si antes mi rutina se basaba en acudir a clases, comer, ir al cine, dormir; ahora es: ir al instituto, rodar, comer, rodar, estudiar, rodar, rodar, rodar… y por último, sesión de cine. Claro que no me iba a saltar mis continuas horas de ver películas. Eso es lo más sagrado de mi día.

A todo este jaleo, hay que añadir los viajes justificados para rodar en múltiples lugares, saltándome así las clases. (Que luego, a mi pesar, tengo que recuperar con trabajos extras y más estudios). Es muy divertido actuar en un desierto, perdida entre dunas y rodeada de camellos, o conocer La India… ¡O Nueva York! Pero volver a casa con quemaduras del sol, deshidratación, piel seca, mordeduras de bichos (sin saber qué tipos de enfermedades pueden tener), torceduras de tobillos por montarme en el caballo inadecuado, etc. ¿Seguís, en serio, creyendo que la vida de una actriz multimillonaria es un cuento? Entonces, estás muy equivocados. Deberíais conocer a City Queen…

Con esto acabo mi entrevista. Cámaras… ¡Acción!

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