20/2/14

Letal


El olor a velas inunda mi olfato. Arrugo la nariz. Toda mi vida odiando estos sitios y ahora me encuentro aquí por voluntad propia. Irónico, ¿no? La iglesia está sumida en la oscuridad, los cirios apenas iluminan el espacio. Observo todo con atención, cada detalle, por si tengo que poner los pies en polvorosa. Solo hay dos ancianas rezando en una esquina, una madre con dos hijos y un señor fotografiando un retablo.

Me relajo momentáneamente, no están aquí. Lentamente, como un ciudadano normal, me dirijo al fondo de la iglesia en el que se hallan esas especies de habitáculos donde la gente cuenta sus pecados al sacerdote. Entro en uno de ellos, el que parece estar más iluminado. En el interior me encuentro con un pequeño asiento de madera, aún así, no lo uso. Me gusta tener controlada la situación, y sentarme es señal de descanso, de relajación. El sacerdote está al otro lado, no lo veo por la poca luminosidad, pero oigo su respiración lenta y pausada. Me aclaro la garganta.

– Mmm… Querría confesarme. – digo lo más natural posible.
– Adelante. – me anima una voz profunda.
– Antes de contárselo, ¿me promete que no dirá nada de lo que le diga? – pregunto cautelosamente.
– Pues claro, hijo de Dios. – ese comentario me sabe a ácido podrido pero me muerdo la lengua – los sacerdotes no revelamos los pecados. Son total y absolutamente confidenciales.
– ¿Seguro? – insisto – ¿A nadie?
– Joven, ¿va a confesarse o no? – el cura pierde un poco la paciencia.
– Es muy grave lo que le voy a decir. Quiero denunciar un asesinato. – al oír esto el presbítero se revuelve en su asiento. Sabía que iba a reaccionar así.
– Chico, ¿está seguro de lo que dice?
– Si no lo estuviera no me encontraría aquí, ¿no cree? – él se queda en silencio, supongo que digiriendo la información que le acabo de soltar. Sonrío fríamente. – Le avisé de que era muy grave.
– Está usted loco, chico. Váyase, ahora. – dice alzando un poco la voz, lo que llama la atención de la gente que está en la iglesia, aunque enseguida siguen a lo suyo.
– No, no estoy loco. – argumento – Sé muy bien lo que hago.
– Bueno, ¿y quién ha muerto? – pregunta el cura con un poco de guasa, ahora sí que ya no me cree ninguna de las palabras que le digo. Eso me cabrea.
– Parece que no está muy interesado en mis “pecados”. ¿Y si le dijera que son mis padres los fallecidos? – mi tono de voz es cortante, como el filo de una espada. Pienso que después de esta revelación el religioso se lo tomará más en serio, pero me decepciono. En vez de asentir o decir un “lo siento”, ríe.
– Bueno, bueno. Hoy me ha tocado un chico con imaginación. – la sangre me hierve por dentro. Intento calmarme un poco más.
– También le puedo decir quién es el asesino.
– ¡Oh! Pues no espere más, ¡estoy impaciente por descubrirlo!
– Mire, no me cabree porque no sabe en absoluto quién soy. – amenazo.
– Pues dígamelo. – añade riéndose por lo bajo.
– Soy el asesino de mis padres y… – su risa se incrementa, pero entonces levanto la pistola que llevaba escondida y dejo que él la pueda observar con claridad. La escasa luz sirve perfectamente para que su vista descubra qué tiene ante sus narices.
– ¿Qué hac…?

No le dejo acabar su frase.
¡Bum!

– … Y desgraciadamente el de un cura.

Me deslizo sigilosamente y salgo de ese maldito lugar. La imagen del sacerdote mirando mi arma me hace sonreír. Sus ojos bailaban delante de mí y empezaba a temblar de miedo. Estúpido. Si hubiese sabido cómo era no se habría atrevido a mofarse de mí. Porque, ¿qué cómo soy?

Supongo que como una viuda negra, la más peligrosa de las arañas, la más letal. Eso es, soy letal.

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