El olor a velas inunda mi olfato.
Arrugo la nariz. Toda mi vida odiando estos sitios y ahora me encuentro aquí
por voluntad propia. Irónico, ¿no? La iglesia está sumida en la oscuridad, los
cirios apenas iluminan el espacio. Observo todo con atención, cada detalle, por
si tengo que poner los pies en polvorosa. Solo hay dos ancianas rezando en una
esquina, una madre con dos hijos y un señor fotografiando un retablo.
Me relajo momentáneamente, no están
aquí. Lentamente, como un ciudadano normal, me dirijo al fondo de la iglesia en
el que se hallan esas especies de habitáculos donde la gente cuenta sus pecados
al sacerdote. Entro en uno de ellos, el que parece estar más iluminado. En el
interior me encuentro con un pequeño asiento de madera, aún así, no lo uso. Me
gusta tener controlada la situación, y sentarme es señal de descanso, de
relajación. El sacerdote está al otro lado, no lo veo por la poca luminosidad,
pero oigo su respiración lenta y pausada. Me aclaro la garganta.
– Mmm… Querría confesarme.
– digo lo más natural posible.
– Adelante. – me anima una voz
profunda.
– Antes de contárselo, ¿me promete
que no dirá nada de lo que le diga? – pregunto cautelosamente.
– Pues claro, hijo de Dios. – ese
comentario me sabe a ácido podrido pero me muerdo la lengua – los sacerdotes no
revelamos los pecados. Son total y absolutamente confidenciales.
– ¿Seguro? – insisto – ¿A nadie?
– Joven, ¿va a confesarse o no? – el
cura pierde un poco la paciencia.
– Es muy grave lo que le voy a decir.
Quiero denunciar un asesinato. – al oír esto el presbítero se revuelve en su
asiento. Sabía que iba a reaccionar así.
– Chico, ¿está seguro de lo que
dice?
– Si no lo estuviera no me
encontraría aquí, ¿no cree? – él se queda en silencio, supongo que digiriendo
la información que le acabo de soltar. Sonrío fríamente. – Le avisé de que era
muy grave.
– Está usted loco, chico. Váyase,
ahora. – dice alzando un poco la voz, lo que llama la atención de la gente que
está en la iglesia, aunque enseguida siguen a lo suyo.
– No, no estoy loco. – argumento
– Sé muy bien lo que hago.
– Bueno, ¿y quién ha muerto? –
pregunta el cura con un poco de guasa, ahora sí que ya no me cree ninguna de
las palabras que le digo. Eso me cabrea.
– Parece que no está muy interesado
en mis “pecados”. ¿Y si le dijera que son mis padres los fallecidos? – mi tono
de voz es cortante, como el filo de una espada. Pienso que después de esta
revelación el religioso se lo tomará más en serio, pero me decepciono. En vez
de asentir o decir un “lo siento”, ríe.
– Bueno, bueno. Hoy me ha tocado un
chico con imaginación. – la sangre me hierve por dentro. Intento calmarme un
poco más.
– También le puedo decir quién es el
asesino.
– ¡Oh! Pues no espere más, ¡estoy
impaciente por descubrirlo!
– Mire, no me cabree porque no sabe
en absoluto quién soy. – amenazo.
– Pues dígamelo. – añade riéndose por
lo bajo.
– Soy el asesino de mis padres y… –
su risa se incrementa, pero entonces levanto la pistola que llevaba escondida y
dejo que él la pueda observar con claridad. La escasa luz sirve perfectamente
para que su vista descubra qué tiene ante sus narices.
– ¿Qué hac…?
No le dejo acabar su frase.
¡Bum!
– … Y desgraciadamente el de un cura.
Me deslizo sigilosamente y salgo de
ese maldito lugar. La imagen del sacerdote mirando mi arma me hace sonreír. Sus
ojos bailaban delante de mí y empezaba a temblar de miedo. Estúpido. Si hubiese
sabido cómo era no se habría atrevido a mofarse de mí. Porque, ¿qué cómo soy?
Supongo que como una viuda negra, la
más peligrosa de las arañas, la más letal. Eso es, soy letal.
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